Camino lento, me tomo el tiempo necesario. Medito, reflexiono, quiero sentirme a gusto. El sol ilumina el blanco impoluto de mi obra sin empezar y mis manos dibujan en el aire los primeros trazos. Mi cámara fotográfica me observa desdichada, celosa, esperando que encuentre para ella un momento de soledad. Los muros vacíos de mi casa me gritan para que los vista, para que trace en ellos historias. Espacios abandonados, perdidos, olvidados me persiguen en sueños y me susurran entre lágrimas sus desgracias.
Hoy, fuera, está lloviendo. Y yo, encerrado en casa, con una taza de café caliente en la mano, cierro los ojos y escucho. La vecina de al lado habla con su hijo a través del teléfono, la pobre mujer lleva meses sin recibir visita alguna. Las hojas de mis macetas, colocadas en el balcón se quejan de la fuerza de la lluvia. Algunas niñas corren deprisa por la calle y el chapoteo en los charcos me suena familiar. Un gato callejero se posa en el alféizar de mi ventana y maúlla incómodo entre gotas de agua.
Cuando abro mis ojos, mis manos están manchadas de pintura. Los pinceles lagrimean en un bote lleno de agua. El lienzo murmura entre colores vivos. Los muros de mi casa me cuchichean historias. Y mi cámara, sonrojada, me muestra imágenes de gentres en blanco y negro.
Vuelvo a cerrar los ojos, respiro hondo, y los vuelvo a abrir. He conseguido cambiar el rumbo de mi vida, tan sólo por un instante, y trasladarme a otro mundo sin moverme del sitio, el tiempo de mi obra es el mismo que el de mis latidos. Y el de mis latidos es el mismo que el de mi obra. Porque un artista no camina hacia delante sin el desgarro que produce el dolor, o la mesura que te da la felicidad. Porque un artista no avanza si no cree que puede cambiar las cosas. Porque un artista no crece si no piensa que su visión de las cosas es tan importante como el propio mundo.
Violeta Alonso
